El proyecto de la Gran Muralla verde representa un ejercicio de resiliencia y unidad hecho realidad.
Piense en una muralla y muy probablemente le llegue enseguida la vaga imagen de un gigantesco monumento chino de más de seis mil kilómetros de largo, que durante muchos años se ha beneficiado de un mito tan falso como sonoro: el de poder verse desde la luna (1). Ahora, sin embargo, piense en una muralla natural, hecha de pura vegetación, principalmente de árboles, y, ahí, puede que el pensamiento le lleve a viajar hasta África donde, efectivamente, se está creando la Gran Muralla verde: un monumento a la vida, tan gigante como retador, que busca reverdecer una parte significativa del continente africano, y, que, si llega a buen puerto, podría –ésa sí– verse desde el espacio.
La iniciativa nace de una simple y dolorosa premisa. El continente africano se ha convertido en la primera gran víctima del cambio climático, a pesar de ser el continente que menos contribuye al calentamiento global en términos absolutos y por persona, y debe ahora, además de llamar la atención de otras grandes potencias sobre su actividad destructora, centrarse en la búsqueda urgente de soluciones verdes que mitiguen a gran escala los daños y fenómenos climáticos generados en su suelo. Las cifras no mienten: África es responsable de la menor parte de emisiones de gases invernaderos, el 3.8 por ciento (2) (comparado con los abrumadores 43 por cientos de China y Estados Unidos (3), y sin embargo, debido a claras deficiencias presupuestales, sociales y estructurales, el territorio se enfrenta a graves problemáticas que quedan retratadas en síntomas tan graves como las sequías del cuerno africano, la desaparición de los glaciares de las grandes macizos montañosos del este, la subida generalizada del nivel del mar, la casi desaparición de lagos enormes como el lago Chad (el cual era considerado en los años 1970 el sexto más grande del mundo) o incluso la falta alarmante de agua en ciudades como El Cabo que, por primera vez en su historia, decretó la alarma roja en 2018.
El Sahel –esa región que se extiende de oeste a este del continente africano, incluyendo el desierto del Sahara– ilustra a la perfección el problema que supone la desertificación para África. En los últimos 50 años, se ha ido conformando un área desértica de más de 600 mil kilómetros cuadrados al sur del Sahara (4). El desierto avanza, pues, a un ritmo galopante. La arena y el polvo lo engullen todo, vegetación y suelos fértiles, y ese fenómeno imparable agrava otras problemáticas ligadas a la escasez de agua.
Esta sabana gigantesca, tan grande como la China continental, se vuelve cada año más árida. Y, sin embargo, con las alteraciones del cambio climático, la región se ha visto atrapada en unas violentas inundaciones que reinciden con frecuencia. De 2009 a 2020, las noticias de lluvias diluvianas se han sucedido en países como Burkina Faso, Niger o Sudán de tal forma que ya sus habitantes lo consideran algo normal. Y esa nueva normalidad habla de la impotencia que se vive en la región. “Lo que hace diez años sorprendía a todo el mundo ahora ya no asombra a nadie”, explica el periodista Rémi Carayol (5) en un reportaje que retrata a la perfección la resignación que impera en el continente. Se estima que, en 2019, las lluvias torrenciales afectaron a más de un millón de personas en once países subsaharianos, y sorpresivamente, el impacto se concentra cada vez más en las grandes ciudades. Niamey, la capital de Níger, fue víctima de inundaciones en 2010, 2012, 2013, 2016 y 2017.Uagadugú, la capital del Burkina Faso, en 2009, 2012 y 2015. Y esto se repite, se estira en el tiempo y se extiende a otras aldeas.
Según el Instituto de Investigación para el Desarrollo (IRD, en sus siglas francesas), con un aumento de entre 1,2 º y 1,5º Celsius en las últimas décadas, África Occidental sufre un calentamiento más pronunciado que en otras zonas del mundo, dando como resultado una severa alteración de los ciclos del agua y una intensificación de los episodios de lluvias intensas (a pesar de que, extrañamente, el número de días lluviosos anuales sigue manteniéndose el mismo) (6). Las lluvias son, pues, más copiosas. Más aterradoras. Aunque igual de escasas.
Por otro lado, los suelos han sufrido a lo largo de los últimos veinte años una grave degradación que provoca grandes escorrentías y crecidas de los cursos de agua. Los suelos ya no pueden cumplir su función de absorción debido a la deforestación descontrolada, la reducción de los barbechos, y el aumento exponencial de las urbanizaciones. Y en ese panorama desolador, las lluvias torrenciales caen con estruendo, generando migraciones forzadas y el abandono de territorios enormes.
Una respuesta verde de tamaño gigante
A esta problemática de desertificación extraordinaria –a la cual también hay que añadir el aumento del nivel de los mares ya notable en ciudades del litoral africano como Saint Louis (Senegal), que, para el año 2080, se estima que un 80% de la ciudad estará en riesgo de inundación (7)– la respuesta de los países de la región ha sido igual de asombrosa.
La Gran Muralla Verde del Sahel (The Great Wall, en inglés) nace ya condicionada por un contexto sin precedentes: la del ultimátum impuesto por un planeta al borde del colapso, y, por eso, puede considerarse el proyecto natural más grande de los tiempos modernos. Una nueva pirámide africana adaptada a los tiempos actuales. Una idea faraónica para paliar los efectos del avance de uno de los desiertos más grandes del mundo.
La idea surgió en 2007, bajo el liderazgo de la Unión Africana, la cual, respaldándose en una comunidad de 11 países, expuso el deseo de crear una barrera natural de contención frente al desierto y así frenar la degradación de las tierras de la región del Sahel. La iniciativa ya ha sido presentada públicamente como el mayor proyecto ambiental lanzado “por y para los países africanos” (8) elaborado sobre la base de un gran frente colectivo para contrarrestar los efectos del cambio climático.
Las proyecciones hablan de una franja de 8000 kilómetros de ancho y 15 kilómetros de alto, en un mosaico que aglutina zonas arbóreas y otros tipos de vegetación, extendiéndose del oeste al este africano, desde Senegal hasta Yibuti, lo que convertiría este inmenso muro verde en la estructura viviente más grande del planeta.
En la práctica, la Gran Muralla Verde empezó a “edificarse” en 2010 con recursos limitados –esencialmente africanos y con el apoyo expreso de Irlanda– y el destacado voluntarismo de Senegal. El país del oeste africano acogió la primera Cumbre de la Gran Muralla Verde en 2016 y mostraba abiertamente el deseo de convertir este proyecto en “una nueva maravilla del mundo” (9).
Una década después, en enero del 2021, la ONU presentaba la Gran Muralla Verde como “la primera iniciativa insignia del Decenio de las Naciones Unidas sobre la Restauración de los Ecosistemas 2021-2030”, afianzándola como un símbolo africano de la lucha contra el cambio climático y una realidad transformadora en plena construcción.
Retos y obstáculos de un esfuerzo inédito
Más allá de una simple iniciativa que fomenta la siembra de árboles, el proyecto articula también una serie de proyectos sociales y ambientales que velan por la recuperación de distintos cultivos locales y plantas medicinales, la adaptación y mejora de técnicas de plantación, o tienen como énfasis la conservación y la gestión del agua. Por estos motivos, la Gran Muralla verde puede considerarse un programa socio-económico transversal con impacto en distintos sectores y diferentes países, así como una gran muestra de resiliencia, cooperación y voluntad ante el mundo.
El reto en sí es enorme y las dificultades surgen en distintos puntos. La barrera más sonante es de orden económica. Financiar un proyecto como éste requiere una mejora de la gobernanza y la transparencia local para que los recursos no se pierdan y fomenten a su vez causas que torpedeen los esfuerzos en el terreno. Además, exige la creación de dinámicas de recaudación a nivel nacional e internacional para atraer fondos significativos y evitar incertidumbres.
Otra gran dificultad se estriba de la esencia idealista de un plan elaborado en las altas esferas de las sociedades africanas, muchas veces sin consultar o conocer la realidad de las poblaciones locales. El trabajo de organismos como el Observatorio del Sáhara y el Sahel consiste, justamente, en incluir las comunidades afectadas y evitar una ruptura social que impediría la sostenibilidad del proyecto a largo plazo.
Por otro lado, el informe presentado por la Convención de las Naciones Unidas de Lucha contra la Desertificación (UNCCD) señala algunas complicaciones que nacen de la falta de coordinación entre los niveles internacional, nacional y regional. La falta de procesos, de recursos humanos y organismos competentes, implica en el terreno problemas de evaluación y monitorización, pero también imprevisión e inseguridad. El éxito de la Gran Muralla pasa inevitablemente por la formación y atracción de trabajadores que fortalezcan las estructuras del proyecto y de los ámbitos gubernamentales.
Un poderoso mensaje de resiliencia y unidad africana
A nivel internacional, el levantamiento de la Gran Muralla Verde africana coincide con otro gran esfuerzo ambiental de tamaño gigantesco: el de la Muralla Verde China, que, aunque menos extensa -se prevé que el muro asiático mida 4500 kilómetros de largo en 2050-, puede considerarse también como una obra de dimensiones faraónicas. China puso en marcha el proyecto en 1978 y, ante los avances galopantes de la contaminación, ha acelerado el proyecto de reforestación. A raíz de esta iniciativa, China se ha consolidado en el tiempo como el país que más aforesta en el mundo y, hoy, sólo África puede arrebatarle este título.
Esta sana y urgente competencia entre dos territorios del planeta afectados por el cambio climático –que los periodistas Sónia Sánchez y Eduard Forroll resaltan en un reportaje publicado en el periódico Ara en enero del 2021 (10)–, abre quizás la puerta a una carrera de otro tipo: la de la reconstrucción natural a gran escala. La carrera por la vida.
El proyecto de la Gran Muralla verde representa un ejercicio de resiliencia y unidad hecho realidad. La acción de África abre el camino a un liderazgo verde frente a los atavismos, la inmovilidad y ceguera de Occidente. África se mueve, se moviliza, y parece incluso haber interiorizado ese mensaje del profesor Felwine Sarr en su obra “Afrotopía” que dice: “Una vez hecho el trabajo (de diagnóstico sobre los efectos de cinco siglos de trata negrera y colonialismo), la cuestión más urgente es la de la capacidad de resiliencia y de recuperación” (11).
Los países del Sahel son plenamente conscientes de que luchan contra el reloj y que, más que nunca, deben afrontar unidos y determinados el mayor reto de todos los tiempos. El compromiso y la voluntad son elementales. Por eso, ahora, el famoso poema de García Lorca suena diferente, con algo de Omar Pene y Youssou N´Dour en el fondo:
Verde que te quiero verde.
Bajo la luna africana,
las cosas la están mirando
y ella no puede dejar de mirarlas… https://www.youtube.com/embed/Kol-6_Oyvns
(1) La NASA negó en un artículo fechado del 2005 la posibilidad de ver la muralla china desde el espacio.
(2) El director del organismo “Africa Growth Initiative”, Amadou Sy, lo manifestaba claramente en un informe de Brookings sobre las expectativas causas por la Cumbre del cambio climático en París (2015)
(3) Agencia EFE. “EE.UU y China, líderes en emisiones contaminantes”. Efe.com. 5 de octubre del 2020.
(4) ONU-Acnur. “Desertificación en África: un problema que crece”. Eacnur.org. Mayo 2020.
(5) Rémi Carayol. “El cambio climático hace estragos en el Sahel”. Orientxxi.info. Traducido del francés por Ignacio Mackinze. 22 de septiembre del 2020.
(6) Thierry Lebel, Géremy Panthou et Théo Vischel. “Au Sahel, le climat durablement perturbé depuis la grande sécheresse”. LeMonde.fr. 12 de noviembre del 2018.
(7) Aurora Moreno Alcojor. “El cambio climático en África”. Ed. Catarata de Libros. 2021.
(8) Nicolás Pan-Montoko. “La Gran Muralla Verde, un proyecto por y para África”. ElAgoraDiario.com. 29 de enero del 2021.
(9) Carlos Laorden. “A un lado el desierto, al otro verde”. ElPaís.com. 8 de mayo del 2016.
(10) Sónia Sánchez y Eduard Forrol. “Dos grandes murallas verdes para parar la desertificación del planeta”. Ara.cat. 9 de mayo del 2021.
(11) Felwine Sarr. “Afrotopía”. Los libros de la catarata. 2018. Págs. 43-96.
FUENTE: nuevatribuna