Drones con forma de abeja, cultivos modificados que no necesitan polinización, súper insectos resistentes a los agrotóxicos… La industria busca sin éxito soluciones técnicas a la extinción de las abejas y otros insectos clave para la vida en el planeta.
Picadura mortal, El enjambre, Invasión, El enjambre del infierno, Abejas asesinas, Mi chica… El cine ha imaginado una y otra vez ficciones en las que abejas se rebelan y matan humanos. A nadie se le ocurrió producir una película o una serie en la que los seres humanos estaban exterminando a las abejas de forma masiva. Al menos hasta que diversos estudios alertaron a principios del siglo XXI de que eso era exactamente lo que estaba ocurriendo.
Documentales aparte, la serie Black Mirror fue una de las primeras producciones en hablar de ello. En el último capítulo de la tercera temporada, emitido en 2016, las abejas asesinas también son las protagonistas. Pero no las abejas de verdad, porque estas ya desaparecieron, sino unos drones con forma de abeja programados para realizar sus funciones polinizadoras a gran escala tras el colapso de las colmenas.
El capítulo, al igual que el resto de los episodios, apenas pone un pie en la ciencia ficción. Lleva un poco más allá lo que ya está pasando y le da algo de dramatismo e interés a procesos tecnológicos que llevan años en desarrollo y aplicación.
El fin de las abejas no tiene nada de ciencia ficción. Tampoco tiene nada de ficción —aunque sí mucho de ciencia— las piruetas para sustituir la función polinizadora de las abejas y otros insectos por todo tipo de inventos con mayor o menor inversión y proyecciones de éxito. Todas comparten una premisa: en vez de abordar las causas, insisten en remedios que comparten “la misma filosofía que ha estado en la base del problema y que, por lo tanto, no pueden ser la solución”, dice a El Salto Luis Ferreirim, responsable de Agricultura en Greenpeace.
Los abejas robots y otros drones
La idea de los drones que hacen de abejas tampoco es propia de Black Mirror. Varias universidades e institutos de investigación llevaban años trabajando en ello cuando se emitió el capítulo.
Quien más lejos ha llegado hasta ahora es el químico Eijiro Miyako, del Instituto Avanzado de Ciencia y Tecnología de Japón. Después de años de trabajo, en 2017 el instituto anunció que el primer dron-abeja polinizador estaba listo. Según sus datos, conseguía la polinización en el 90% de los casos. Con una combinación de cámaras, GPS e inteligencia artificial, el mini dron de Miyako, recubierto de pelo de caballo y un gel cargado de electricidad, es un serio aspirante a encabezar las soluciones técnicas a la extinción de las abejas melíferas.
El otro gran aspirante es el RoboBee, un mini dron desarrollado por la Universidad de Harvard del tamaño de una moneda, alimentado con energía solar y con cuatro alas que le permiten levantar hasta cuatro veces su propio peso. El gigante de los supermercados Walmart también patentó en 2018 su propia abeja-dron, equipada de pequeñas cámaras para detectar las plantas que necesitan polinización y sensores que aseguran, según dicen, una operación exitosa. Fuera de los laboratorios, la empresa estadounidense Dropcopter lleva años polinizando manzanas, almendras, cerezas y peras con grandes drones multirrotores.
A pesar de los avances en la investigación, a corto y medio plazo ninguno de estos drones puede hacer el trabajo que realizan las abejas, ni siquiera una mínima parte. No están resueltos los problemas que se derivan de un vuelo autónomo prolongado, de la energía sin recurrir a cables o de la estabilidad de vuelo necesaria para que se produzca la polinización. Para entender la dificultad de una alternativa robótica a las abejas, el experto en tecnología de polinización Jeff Ollerton calculaba el número de “visitas” que estos insectos realizaron en 2020 para polinizar un solo cultivo, el del café: nada menos que 25 billones.
“La cooperación entre plantas e insectos se remonta a más de un millón de años. No hay forma de que podamos reemplazar ni siquiera una pequeña fracción de esto”, dice a El Salto la bióloga noruega Anne Sverdrup-Thygeson
Anne Sverdrup-Thygeson es profesora de la Universidad Noruega de Ciencias de la Vida y ha publicado recientemente Terra insecta: el mundo secreto de los insectos (Ariel, 2020). No cree que la tecnología pueda ayudarnos a salir de esta crisis: “La cooperación entre plantas e insectos se remonta a más de un millón de años, y está finamente afinada y ajustada. No hay forma de que podamos construir drones para reemplazar ni siquiera una pequeña fracción de esto”, dice a El Salto.
Para esta bióloga noruega no hay un plan b frente a la extinción de los polinizadores: resulta mucho más “sencillo y barato” conservar las soluciones que la naturaleza ha ido perfeccionando. La polinización natural es mucho más “compleja y refinada que cualquiera de nuestras imitaciones”, resume. La economía mundial colapsaría antes de que podamos reemplazar con drones los billones de insectos necesarios para la supervivencia de los ecosistemas del planeta, decía en una reciente entrevista.
Más de 20.000 especies contribuyen a la polinización de las plantas del planeta, cuenta Sverdrup-Thygeson, y las investigaciones demuestran que la polinización es más efectiva “cuando hay una multitud, una variedad, de diferentes especies que participan”, indica a El Salto.
Aunque se solucionen la mayor parte de los obstáculos técnicos, explica Ferreirim, y una nube de mini drones salga diariamente, también de noche, a polinizar cultivos, el principal problema seguiría ahí. “El 90% de las especies con flor del planeta necesitan de la polinización animal y en particular de los insectos. Un ejército de drones, por muchos que sean, siempre tendrá que priorizar determinados cultivos, los más rentables, dejando al margen el resto de plantas que también necesitan polinización”, argumenta. Y no se trata simplemente de una abstracta pérdida de biodiversidad, este desequilibrio gradual de los ecosistemas tiene “consecuencias directas no solo para la producción de alimentos, también para muchos otros sistemas ecosistémicos vitales para la vida en el planeta tal como la conocemos”.
“Un ejército de drones, por muchos que sean, siempre tendrá que priorizar determinados cultivos, los más rentables, dejando al margen el resto de plantas que también necesitan polinización”, argumenta Luis Ferreirim, de Greenpeace
Para Ferreirim, no hay dudas sobre las causas de la desaparición gradual de estas especies —el modelo industrial de producción agrícola y los agrotóxicos—, y cualquier propuesta que ignore esto se convierte en una solución de “final de tubería”. Dicho de otra forma: “Si no se va a la raíz del problema, este se va a agravar más y va dar origen a otros problemas de mayores dimensiones”, advierte Ferreirim.
El tomate y la edición genética
¿Y si en vez de construir abejas robóticas generalizamos los cultivos que no tienen semillas, es decir, que no son fértiles y no necesitan polinización? Hace una década hubiera sonado a sueño poco realista de la industria biotecnológica, pero las innovaciones técnicas van rápido y esto es una realidad desde 2017 gracias a la edición genética, una técnica también conocida como CRISPR/Cas9.
Ese año, un equipo de científicos japoneses presentó el primer tomate que no necesita polinización. La edición genética supone una auténtica revolución en la tecnología de organismos modificados genéticamente y ya se ha demostrado capaz de alterar y modificar el ADN de casi cualquier organismo, seleccionando rasgos deseados, desechando los indeseados o alterando sus características. El CRISPR/Cas9 ha avanzado de la mano de la genética dirigida o “impulso genético”, que asegura que los cambios se transmiten a los descendientes garantizando una rápida expansión a toda la especie.
Esto es exactamente lo que ha hecho un proyecto financiado por la Fundación Bill & Melinda Gates: editar mosquitos para que su descendencia muera antes de transmitir la malaria. “La idea ya se ha probado en Brasil y ahora se suma Florida. Si funciona, demostrará que pulverizar pesticidas es cosa del pasado”, dijo Bill Gates el pasado mayo en una presentación del plan. Inmediatamente después, Gates abrió un frasco lleno de mosquitos macho modificados genéticamente. Otra mala idea de “consecuencias imprevisibles en los ecosistemas” y en la vida en el planeta, señala la ecóloga Janet Fang en la revista Nature.
La secuencia de una pretendida solución exclusivamente técnica que termina generando problemas aún mayores es una de las escenas más repetidas en las últimas décadas de historia humana
“¿Qué pasaría si eliminamos una especie y otra termina por tomar su lugar como propagador de una enfermedad? Las cosas pueden haber empezado mal, pero podrían terminar mucho peor”, señala Sverdrup-Thygeson en Terra Insecta.
A principios de 2020, otra iniciativa se sumaba al listado de soluciones de “final de tubería”: la universidad de Texas anunció que había desarrollado con éxito cepas de bacterias modificadas genéticamente para proteger a las abejas melíferas de los ácaros Varroa y del virus del ala deformada, otras de las causas reconocidas del exceso de mortalidad en las colmenas.
Cultivos modificados, bacterias editadas… El siguiente paso de la tecnología CRISPR/Cas9 era inevitable: una superabeja resistente a las agresiones del cambio climático, las enfermedades y los plaguicidas. En esa línea trabajan diversos laboratorios, desde Alemania a Japón. Uno de los mayores investigadores sobre la genética de las abejas es el profesor Martin Beye. Su laboratorio en Düsseldorf fue el primero en 2014 en crear una abeja de diseño. Sus intenciones al modificar el genoma de las abejas, al menos según sus declaraciones a The Guardian, se limitan a un mayor conocimiento de la especie. “El mundo no necesita abejas resistentes a los químicos. Necesita prácticas agrícolas que no dañen a las abejas”, dijo el científico alemán. Pese a ello, la investigación para crear abejas resistentes a las amenazas humanas continúa en este y otros laboratorios.
Una historia repetida
No es la primera vez que ocurre. De hecho, la secuencia de una pretendida solución exclusivamente técnica que termina generando problemas aún mayores es una de las escenas más repetidas en las últimas décadas de historia humana. Según el investigador de Greenpeace, el caso de los neonicotinoides —un plaguicida— es un buen ejemplo de esto.
Frente a los problemas que causaban ciertas plagas y las fumigaciones indiscriminadas de agrotóxicos, la industria biotecnológica —Bayer en concreto— desarrolló un sistema para recubrir las semillas de neonicotinoides para que se trasladen directamente a la planta, minimizando en teoría el impacto en el medioambiente. Tal como se comprobó luego, el uso de los neonicotinoides en semillas no era tan seguro como defendía la industria y hoy se sabe que es una de las principales causas del colapso de las colmenas.
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Los neonicotinoides, una solución de “final de tubería” para sortear la prohibición de fumigaciones indiscriminadas, terminó generando un problema mucho mayor: un factor añadido para la extinción de las especies que están en la base de toda la agricultura y de los ecosistemas del planeta.
Ocurrió lo mismo, recuerda Ferreirim, con la llamada Revolución Verde, que multiplicó la capacidad del planeta para producir alimentos a partir de la década de los 60 gracias a la mecanización y la extensión de los fertilizantes, los plaguicidas y los herbicidas. El costo de esta revolución agrícola fue alto: su contribución al cambio climático, a la contaminación de aguas, a la extinción acelerada de especies, incluso a la extensión de pandemias, no compensó su teórica misión de acabar con el hambre en el mundo: la mala distribución inherente al modelo agroindustrial ha hecho que el hambre se perpetúe, según este activista de Greenpeace. Tampoco compensa un salto en la productividad que terminó “hipotecando la producción del futuro”.
“Estamos estrechamente entretejidos con el entramado de la naturaleza y los diez millones de especies con las que compartimos este planeta. No existe una salida técnica a esta crisis”, resume Sverdrup-Thygeson
La visión antropocéntrica, dice Ferreirim, que solo piensa en las necesidades del ser humano a corto plazo sin tener en cuenta los complejos e interrelacionados vínculos entre las especies, que decide qué especies de insectos viven y a cuáles deja morir, está detrás de la extinción de los polinizadores. Sverdrup-Thygeson ofrece una metáfora para entender la importancia de los insectos, incluso los más molestos, en la vida en el planeta: cada especie forma parte del tejido, que “hilo a hilo, conforma la hamaca en la que descansamos los humanos”. Si quitamos un hilo, quizá no pase nada, explica, pero “si retiramos demasiados, la hamaca terminará deshilándose por completo”, añade esta bióloga.
“Debemos darnos cuenta de que necesitamos la biodiversidad, estamos estrechamente entretejidos con el entramado de la naturaleza y los diez millones de especies con las que compartimos este planeta. No existe una salida técnica a esta crisis”, concluye esta bióloga noruega.
FUENTE: elsaltodiario